He dedicado los últimos cinco
años de mi vida a obtener un título universitario. El primer curso lo hice en
la Universidad de Salamanca y los otros cuatro en la Universidad Autónoma de
Madrid.
He cursado cuarenta
asignaturas. Me han dado clase treinta y dos profesores, nueve en Salamanca y
veintitrés en la Autónoma. En mi modesta opinión, de todos ellos solo saben
enseñar dieciocho. Pero buenos de verdad son solo once. De los veintiuno
restantes he aprendido poco. Si acaso, a tener paciencia y a tomarme sus clases
y sus exámenes como un mero trámite más de los que hay que salvar ya que solo
sirven para aborregarte un poquito y prepararte para balar en una oficina,
delante de la televisión o al otro lado de las urnas.
Las matrículas de estos cinco
años en la universidad pública han superado los seis mil euros, sin
contar con lo que costaron las convalidaciones y los trámites del traslado de
expediente.
Las conclusiones que he sacado
son: primero, que el sistema educativo hay que cambiarlo por completo, y no me
refiero a destruirlo, que eso ya lo están haciendo ahora los liberales.
Segundo, que les agradezco a mis padres haberme enseñado y descubierto todo,
fundamentalmente a pensar por mí misma y a que me importara más bien poco lo
que pensaran los demás y, tercero, que los más de seis mil euros valen lo que
he aprendido de esos buenos profesores y, sobre todo, bien valen la amistad de
cinco chicas que he conocido en cada uno de estos cinco años.
Aquí estoy otra vez, graduada y
pensando cómo puñetas se pasa el tiempo tan deprisa. Este blog está totalmente
abandonado, llevo sin escribir nada más de tres años y muchas de las personas
que lo seguían y comentaban, aunque fuera anónimamente, tampoco conservan los
suyos. No sé quién me leerá, pero sí sé por qué escribo.