viernes, 31 de diciembre de 2010

Con clientes y a lo loco

Acabo el 2010, y empiezo el 2011, con tres días libres: hoy, mañana y pasado. Ya era hora porque, madre mía, se me había olvidado lo cansado que es trabajar. La verdad es que el trabajo en sí no está mal y los compañeros son majos. Pero las navidades en el centro son una locura. No son tan brutales como hace años cuando había tanta gente que los de seguridad cerraban las puertas de entrada y hasta paraban las escaleras mecánicas. Pero sigue siendo agobiante, ya no durante todo el día, sólo durante las "horas puntas", que son esos momentos en los que tardas diez minutos en atravesar diez metros de la librería y todos los clientes con los que te cruzas tienen "una pregunta rápida" que hacerte y, al final, te conviertes en la locomotora de un tren humano hecho de clientes que vas dejando estacionados a cada lado.

Resulta imposible olvidarse de las fechas en las que estamos, no sólo por la cantidad de gente sino también por el vestuario de algunos de los clientes. Vienen con las características pelucas o tocados navideños y es, en ese momento, cuando resulta tremendamente difícil indicarle a alguien donde puede encontrar los libros de sociología porque no sabes si mirar a los ojos del cliente o a los del reno que lleva en la cabeza. Otros son majos, incluso agradables: te saludan, se despiden, dan las gracias, hacen bromas, te desean feliz año y si perciben que estás cansado, te dan animos para la tarde o, como me ha ocurrido en los últimos cuatro días, cuando han visto que estaba resfriada ¡hasta me han dicho "que te mejores"! Lo cual alegra y hace olvidar a los que no saludan, no dan las gracias, no se despiden y, encima, se enfadan por cosas sin sentido. El otro día, por ejemplo, un señor quería ver juntos todos los libros que tiene publicados una editorial que se llama Reino de Redonda y no le entraba en la cabeza que nuestra librería no estuviera ordenada por editorial sino por temática, a lo que él concluyó "pues vaya mierda y gracias por nada, eh". Me dieron ganas de decirle alguna barbaridad pero me corté, por educación, claro, y sólo me imaginé a mi misma diciéndole muy educadamente: "Oiga, mire, seleccione los títulos que le interesen, vuelva cuando los tenga y yo se los busco encantada de la vida". Y no, no voy a mencionar nada más al respecto. Aunque sí, yo también creo que el cliente en cuestión era un toca pelotas enviado especialmente por mi gran amigo el señor Marías que, según tengo entendido, no está muy contento con lo que escribo sobre él.


No puedo obviar al tercer grupo de clientes, no son ni los majos ni los no majos. Este grupo es el que causa asombro entre los vendedores del mundo entero, no sólo de los libreros, sino de los vendedores de cualquier gremio. Son los que provocan que tengamos anécdotas para parar un tren. Se trata de los ... , no, no puedo, no sé cómo llamarlos. Son aquellos que no saben nada. Algunos, por ejemplo, quieren un libro del que sólo saben que es azul y que habla de algo que tuvo mucho éxito pero no saben exactamente si es novela o ensayo, si es una novela policíaca o un texto filosófico y, por supuesto, ni hablamos de título, autor o editor. Dentro de este grupo también están los que escenifican lo que buscan. Son buenísimos y nos hacen pasar momentos imborrables. El otro día un chico buscaba un libro con la obra de un pintor "del que sólo sé que tiene un cuadro que es así" y, ni corto ni perezoso, se puso las manos a ambos lados de la cara con la boca abierta haciendo El Grito de Munch sin esperar ni siquiera una propina a cambio, que digo yo que es lo mínimo que les debemos porque es como si los mimos del Parque del Retiro vinieran a casa gratis. Todos ellos me enternecen, me sorprenden, pero me enternecen y nos ayudan a reírnos siempre, nunca a su costa, eso sí. Son tan variopintos que pueden ser de todas las edades y sexos y, si sabes manejarlos, consigues hasta que ellos mismos se reían y decidan ir a investigar por su cuenta y volver con más datos en otro momento. Lo sorprendente es que en algunos casos no es necesario, en algunos casos averiguamos lo que quieren. Por imposible que parezca, a veces, damos con el libro en cuestión. Nos lo ponen difícil porque cambian los títulos, mezclan los autores y juran y perjuran que lo vieron en una sección que finalmente nunca corresponde con la que es en realidad. Y cuando eso sucede, cuando lo conseguimos, lo conseguimos juntando las neuronas de tres o cuatro vendedores, eso sí, y todos, vendedores y clientes, quedamos enormemente satisfechos.

También estamos nosotros, los vendedores, que muchos somos para echarnos de comer a parte. Algunos somos bordes, otros ni miramos a los ojos y, a veces, incluso hasta estamos cansados, vamos que todos somos humanos: ellos y nosotros. A veces les indicamos que lo que buscan está en una planta y una hora después te vuelves a cruzar con él y te dice "hija, llevo una hora dando vueltas, nadie sabe donde está lo que busco y estoy ya mareada de subir y bajar". Esto en el caso de la gente maja, lo que dicen los que no son majos en estas circunstancias no lo quiero, ni puedo, reproducir, ya me entendéis. Y digo que somos también para echarnos de comer a parte porque yo, por ejemplo, el otro día me pase toda la tarde con los oídos taponados por culpa de mi estupendo resfriado y, claro, no sabía si hablaba muy alto o muy bajo pero lo que estaba claro es que a los que me venían a preguntar algo y me hablaban bajo no les oía nada porque a un pobre chico le pedí que me confirmara si el Thomas de "Rey Thomas" del título que me indicaba se escribía con "Th" o con "T". Cuando lo que él buscaba era Rizoma. Enunciado matemático: Rizoma + oídos taponados = Rey Thomas de Deleuze, de toda la vida de Dios. Menos mal que luego le encontré a la primera otros dos libros que buscaba del mismo autor e hicimos bromas al respecto de mi confusión y, de paso, del color de mi nariz. 

En definitiva, con humor, paciencia y tranquilidad nada de todo lo que pasa en la tienda resulta tan grave y, al final del día, llegas a casa y descansas como un bendito. Bueno, la mayoría de nosotros, porque unos niños que fueron con su madre a comprar las lecturas graduadas que les habían mandado de deberes para leer en las vacaciones no sé yo si durmieron esa noche tan tranquilos. La situación fue la siguiente, estábamos una compañera y yo en el punto de información, yo buscaba los títulos de inglés para los hijos de dicha señora ante la atenta mirada de los tres (ella y sus dos hijos de unos 6 y 8 años). Mientras mi compañera buscaba un libro para otra señora. El libro que buscaba mi compañera se nos había terminado y le indicó que se lo podíamos encargar y, ¡en qué momento!, la señora preguntó, sin percatarse de la presencia de los menores: "¿Cuánto tardaría en llegar? Porque lo quiero para un regalo de Reyes y si no llega no me interesa". Los niños lo oyeron y pusieron un gesto extraño. Confiemos en que la madre ejerciera sus funciones a la perfección y fuera capaz de salir del embolao airosa y que los niños puedan seguir creyendo, al menos un año más, en los Reyes porque sino el año que viene tendremos otros dos clientes más que vendrán a por sus propios regalos y los niños son mucho más exigentes que los mayores.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Bon appétit!

Cuando me preguntan que qué planes tengo para pasar estas fechas siempre suelo decir que en mi casa no celebramos la Navidad desde que dejé de ser una niña. Pero ¿qué significa celebrar la Navidad? Si entendemos celebrar la Navidad por celebrar la natividad, es decir, el nacimiento del tal Jesús de Nazaret no sólo no la celebramos "desde hace algunos años" sino que no la hemos celebrado nunca. Lo que sí hemos hecho ha sido reunirnos mis padres, mis abuelos, mi tía y yo para cenar juntos el día 24 y para comer el 25. Cuando yo era muy pequeña nos reuníamos en la antigua casa de mis abuelos en Vallecas, a partir de mis ocho años de edad y hasta los dieciséis años nos reuníamos en nuestra antigua casa de Arapiles y desde que vivimos en este santo pueblo del noroeste de Madrid nos reunimos aquí. Algunos años mis abuelos han cenado en su casa de Asturias y nosotros hemos cenado solos. De cualquiera de las formas siempre ha sido un día más, como cualquier otro domingo en el que comemos juntos. Nunca ha habido villancicos y desde que soy "adulta" lo de los regalos ha ido desapareciendo poco a poco. Y es que regalarse cosas en estas fechas nos parece que tiene menos gracia que regalarse cosas durante el año. Yo, por ejemplo, prefiero una sorpresa un martes cualquiera de noviembre, febrero o marzo con unos pantalones, un libro, un dvd o unas pedazo de botas Bestard para mi cumpleaños (no soy tonta ni ná', ¡qué va!).

Sin embargo, cuando era pequeña era otra cosa. No sólo eran semanas sin cole en las que poder estar con mis padres es que, encima, venía Papá Noel y luego los Reyes Magos. Recuerdo perfectamente los nervios con los que me iba a dormir las noches previas: las mañanas del 25 de diciembre y del 6 de enero han debido de ser los días del año en los que más he madrugado de pequeña. Saltaba de la cama a las 7 u 8 de la mañana y me iba directa a buscar regalos por la casa y luego a despertar a mis padres. Los sacaba de la cama y, en pijama, y con las marcas de las sábanas aún en la cara, alucinaba con las huellas de los dientes que los camellos de los Reyes Magos habían dejado en las zanahorias, con los restos del roscón que habían dejado Melchor, Gaspar y Baltasar y con los vasos de agua medio vacíos con los labios de sus Majestades aún señalados. Luego venían los regalos debajo del árbol, a veces, otras, escondidos por toda la casa con carteles y pistas que me hacían ir de uno a otro. Y, por la tarde, el chocolate a la taza y el roscón de reyes casero mientras disfrutaba de los regalos nuevos. Me resulta increíble pensar en cómo creía ciegamente en todo aquello y cómo pasamos de creer de esa forma en cosas como los Reyes o el Ratoncito Pérez a no creer a los demás. Pero, en fin, esa es otra historia.


Éste año no habrá nada de eso, pero sí ha habido y habrá una mesa con delicioso pavo asado y relleno de castañas. Porque aquí no celebraremos nada y no creeremos en muchas cosas pero sí que creemos en la comida y disfrutamos de ella como yo disfrutaba de las mañanas de regalos y visitas reales. Además, este año, como plus, hemos tenido un tronquito de navidad, ha sido el primero que ha hecho mi madre en su vida y le ha salido de pastelería. Como curiosidad os puedo contar que el tronco de navidad, al parecer, es una creación del siglo XIX que tiene su origen en el siglo XII cuando, al parecer (repito lo de "al parecer" porque he sacado esta información de Internet y si no confió en algunas  personas menos aún en lo que se encuentra por Internet), las familias se juntaban frente a la chimenea y escuchaban viejas historias de los abuelos mientras un gran leño ardía en la chimenea, las cenizas que dejaba el leño al final de la noche se guardaban todo el año para protegerse de los males y las catástrofes. Más tarde, con la desaparición de las chimeneas, el tronco pasó a ser un elemento decorativo en la mesa de Nochebuena y en el siglo XIX el pastelero francés Pierre de Lacam creó el Bûche de Noël o Tronco de Navidad. Así que, como veis, éste final de año nos hemos propuesto que todo lo que hagamos sea en forma positiva. Espero que el tronquito de chocolate tenga las mismas cualidades que las cenizas del tronco de un árbol y que nos permita tener un 2011 lo más tranquilo posible.


martes, 21 de diciembre de 2010

La importancia de las notas


La noche más larga y el día más corto del año nunca habían tenido un significado especial para mí, hasta este año. La entrada oficial del invierno, y con ella el comienzo de las noches que se acortan y los días que se alargan, me ha traido un estado de ánimo mucho más positivo. La verdad es que me gusta el invierno, me gusta el frío y lo prefiero mil veces antes que el calor asfixiante del verano. Lo siento, me gusta el invierno. Y me gustan aún más los días de invierno en los que sale el sol y no hay ni una nube y hace muchísimo frío, son tonificantes y deben ser los mejores días para ir a la montaña, aunque para estar segura de esto tendré que esperar al año que viene, año en el que tengo depositadas muchas esperanzas.

Lo único malo que tienen mis dos estaciones favoritas del año (la otra es el otoño, claro) es que se hace de noche muy pronto, así que, como os podéis imaginar, el solsticio de invierno ha sido una noticia estupenda para mí. Es la mejor forma de acercarse al final del año; comienza una cuenta atrás que no se disfruta al llegar al final sino durante la misma cuenta.

Es una cuenta atrás en muchos aspectos: para llegar al final de la primera evaluación, al final de los exámenes, a la entrega de las notas, al comienzo de un trabajo de tres semanas  para la campaña de navidad y lo será para el final del 2010. También para el principio del 2011, la segunda evaluación, la tercera, la selectividad, el verano, los cursos de iniciación con el club de montaña, el viaje a Nepal y el comienzo de la vida universitaria. Como veis tengo muchas esperanzas depositadas en el 2011 pero es que el 2010 ha sido bastante decepcionante, recuerdo que lo comencé sin ningún plan y con poca determinación de hacer nada, así que he decidido que lo que esté en mí mano lo voy a cambiar, y una de las cosas que puedo cambiar son los planes, la determinación y el entusiasmo por cumplirlos.

La verdad es que he tenido bastante ayuda para llegar a estas conclusiones: mis amigos han estado ahí siempre que los he necesitado y me han dado varios empujones a lo largo del año, mi padres han estado también muy pendientes de mí y me han echado unos cuantos cables en lo que a las clases y los exámenes se refiere y, por último, el hecho de que hayan contado conmigo, una vez más, para la campaña de navidad ha sido el empujón final que necesitaba. Ver caras conocidas y conocer a gente nueva, tener unos horarios laborales que cumplir y acostarme todos los días agotada pero satisfecha por un trabajo más o menos bien hecho es estupendo. Y digo más o menos bien hecho porque alguna que otra metedura de pata sí que he cometido. Como se suele decir: "la primera en la frente" porque el primer día de trabajo confundí a Herman Hesse con el payaso de Herman Tertsch, por suerte nadie salió herido. Ah, y una de las cosas más divertidas y estupendas que me ha pasado en el trabajo fue encontrarme con mis profesores de latín y griego una tarde de sábado. Fueron a comprar a la tienda y nos cruzamos mientras yo le indicaba a un cliente donde podía encontrar los libros de fotografía. Creo que a los tres nos hizo mucha gracia y como aún quedaban un par de días para la entrega de notas, me dieron, según sus propias palabras, "un adelanto de Papá Noel". El adelanto fue la noticia de que había aprobado ambas asignaturas y que estaban muy contentos con mis dos exámenes. Consecuencia: el resto de la tarde fui más encantadora de lo que soy (toma pastilla de ego). 

viernes, 10 de diciembre de 2010

Don't worry about the future

"... or worry, but know that worrying is as effective as trying to solve an algebra equation by chewing bubblegum. The real troubles in your life are apt to be things that never crossed your worried mind; the kind that blindside you at 4pm on some idle Tuesday."

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La importancia de un billete

Ayer tuve mi primer examen. Me levanté temprano y, como todos los días, conecté el ordenador para mirar el correo electrónico, léase para perder un poco el tiempo por la red, antes de empezar a repasar. Cuando estaba conectándome al Facebook se jodió Internet. MIERDA. Tuve que hacer la llamada pertinente al servicio técnico donde te responde un contestador con reconocimiento de voz que te pide que le expliques cual es el motivo de la llamada, la primera vez siempre le dices con tono normal, con el mismo con el que le hablarías a un operador: “Avería”. La máquina te dice muy educadamente que no te entiende y tú le repites con el mismo tono pero vocalizando más: “A-ve-rí-a”. La máquina te vuelve a decir: “No le hemos entendido, repita por favor”. Y tú dices dos cosas, la primera, antes del tono: "Me cago en la puta”. La segunda, después del tono, y a voz en grito: “A-VE-RÍ-Í-Í-A”. Ahí si te ha entendido, fíjate tú, pero te dice: "Le hemos entendido que tiene una avería, indíquenos por favor si la avería está en la conexión a Internet, en la línea de teléfono o en la televisión". Lo primero que piensas es cómo coño iba a tener averiado el teléfono si les estoy llamando desde el puto te-lé-fo-no. Dices Internet y te dicen: “Hemos detectado que hay un problema de conexión con su línea, nuestros técnicos ya están trabajando para solucionarlo” y te cuelgan. Gracias a la falta de Internet aproveché la mañana como ningún otro día y me concentré tanto que cuando volví a mirar el reloj ya era la hora de salir de casa. Como siempre cuanta más prisa tienes peor te salen las cosas. Mi madre siempre me decía aquello de "Vísteme despacio que tengo prisa" y como no lo llegué a entender nunca siempre lo hago todo en el último momento, así que cuando estaba llegando a la estación de tren me di cuenta de que me había dejado el DNI. Tuve que desandar mis pasos a todo correr  para dos minutos después, claro, correr más para no perder el tren y no llegar tarde al examen. Estuve a punto de perder un pulmón por el camino, no lo perdí, creo que debió darse cuenta de que fuera hacía demasiado frío como para ponerse a hacer autoestop.

Cogí el tren por los pelos y, mientras recuperaba el aliento y echaba un vistazo a mi alrededor, me di cuenta de que el vagón iba practicamente vacío. Tenía sentada enfrente a una chica de unos trece años que iba escuchando música y, a mi derecha, al otro lado del pasillo, un par de personas más. Cuando llegamos a la siguiente estación se subió en nuestro vagón el revisor. Se acercó hasta nosotros, nos saludó y nos pidió los billetes. Se los fuimos dando uno por uno, yo le entregué mi abono y, por último, la chica le entregó el suyo. El revisor le hizo un gesto para que se quitara los cascos y le llamó la atención diciéndole que era el billete de diciembre, que si no tenía el de noviembre, que estábamos a día 30. La chica se puso nerviosa, se sonrojó y con un hilillo de voz le dijo que lo debía de tener en casa, que no se había dado cuenta de que estábamos en noviembre todavía. El revisor, con mucho tacto, le dijo que no se preocupara, pero que tenía que tomarle nota del número de abono para hacer no sé qué comprobaciones porque era como si estuviera viajando sin billete. La chica primero hizo pucheros intentando contenerse y luego se puso a llorar angustiada. El revisor sorprendido por la reacción de la que en ese momento se convirtió en su hija, intentó tranquilizarla  y repetía "No te preocupes, no te pongas así, que no pasa nada". A los demás se nos puso cara de tontos. Y yo no pude evitar pensar la cantidad de veces que habré llorado por cosas que no tenían ninguna importancia. La cantidad de angustias bobas que  habré pasado durante esa edad en la que cosas tan tontas me parecían un mundo y recuerdo que lo pasaba fatal porque todo se me hacía inabarcable. Ahora, echando la vista atrás, me doy cuenta de que no eran importantes, y no puedo evitar pensar que, por lo tanto, las cosas que ahora me preocupan y angustian, dentro de diez años no lo harán y así sucesivamente, de forma que aunque esto no me hace saber lo (poco) que sabré dentro de veinte años, sí que me da fuerzas suficientes como para tomarme todo con un poquito más de humor. Y así, con unas cuantas preocupaciones menos en mi cabeza y con el abono en el bolsillo, creo que bordé el examen, a ver que dicen las notas.